La ronda fantasma de Jánovas

¿Conoces Jánovas? ¿Qué significa para ti? ¿Lo ocurrido en Jánovas sirve como símbolo de la despoblación en general de la montaña? ¿Piensas que el cambio cultural lo traen los otros o lo asumen las personas?

¿Qué observas en la ronda de Jánovas? ¿Cómo se contagian las emociones? ¿Cómo funcionan las emociones en los rituales?

Durante siglos Sobrarbe mantuvo una situación muy estable tanto en su organización social, como en su actividad económica y en los censos demográficos. Se trataba de una sociedad de pequeños propietarios que, con la casa como célula básica del sistema, vivían dedicados a la agricultura y a la ganadería dentro de una economía casi autárquica. Con el siglo XX llegó la ruptura total del viejo sistema y la entrada en el mundo de la economía industrial avanzada que reservaba para las zonas montañosas papeles marginales: estaban destinadas a ser fuentes de energía hidráulica, reservas de agua y productoras de mano de obra para las grandes áreas industriales. Este destino cristalizó en Sobrarbe en torno a la década de 1960 con la construcción de los grandes embalses y la emigración masiva. Entonces se despoblaron docenas de aldeas y la comarca pasó de tener veinte mil habitantes a contar con menos de siete mil.

La última de las grandes funciones que la economía moderna señala para las áreas de montaña es la de servir como reserva de paisaje con destino al ocio de la población urbana.

(Pallaruelo, 2006:16)

Las iniciativas personales o las tendencias y gustos individuales se veían sofocados por la omnipotente presencia de la tradición y por la autoridad del amo. No era un mundo hecho para la libertad del individuo: estaba diseñado sólo para la supervivencia en un medio duro y pobre.

Los tiones y los criados tomaron el camino de la ciudad. Los amos jóvenes también: no merecía la pena estar sometidos a la autoridad paterna para conservar los derechos a un patrimonio que apenas daba para sobrevivir y que no ofrecía ningún futuro a los hijos.

(Pallaruelo, 2006:235)

 

 

LA RONDA FANTASMA DE JÁNOVAS

La despoblación en Sobrarbe

En la primera cita de las anteriores, el escritor Severino Pallaruelo utiliza la épica para narrar el Sobrarbe desde una perspectiva macro-histórica en la que la población es dominada por fuerzas sobrehumanas: partimos de un equilibrio autárquico que es roto por la industrialización y la economía moderna. El destino está marcado desde el exterior por la construcción de grandes embalses, la emigración y el turismo.

La siguiente cita es del mismo autor y procede de la misma obra: la publicada por el gobierno de Aragón en su colección “Territorio” sobre la Comarca de Sobrarbe.  Aquí Pallaruelo nos ofrece una visión más íntima: la de los individuos que llevaron a cabo la ruptura con la sociedad tradicional y su institución principal, la casa. Estos individuos están motivados por una búsqueda personal. Es una expresión de lo que Williams define como “estructuras de sentimiento”, que difieren de conceptos como “visión del mundo” e “ideología” porque están emergiendo, todavía implícitas y no totalmente articuladas, aunque unidas. Estructuras de sentimiento  que el escritor es perfectamente capaz de reconstruir.

El primer texto (el que habla de las imposiciones foráneas) es un discurso políticamente extendido en el contexto sobrarbés. El segundo no es muy común: podríamos decir que principalmente es asumido como narración emic y generalmente de forma tácita (cuando se critica, por ejemplo, el mal trato recibido por las jóvenes de sus suegras, las insalvables diferencias sociales entre ricos y pobres o las ocasionales imposiciones matrimoniales en la vida de “antes”).

Para los expertos, los científicos sociales, los políticos y muchos habitantes de Sobrarbe reconocer la rebelión masiva contra la institución obsoleta de la casa como causa de la despoblación es restar importancia a las derivadas de las decisiones políticas en un contexto que tiende a olvidarlas. Además, la casa ha sido una de las instituciones principales en la construcción de identidad aragonesa y algunos rasgos vinculados a ella siguen vigentes en muchas familias. Sin embargo para mí es muy difícil obviar esta obsolescencia.

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“Museización extrema” en Sobrarbe: los casos de Ligüerre de Cinca y Morillo de Tou

Y en un día callado llegó alguien al pueblo que miró con detenimiento la hermosa cantería del ruinoso edificio… (“Bardaxí”, Severino Pallaruelo)

La museización de ciertos objetos, su valoración con criterios desconocidos para el mundo que los creó conlleva una “reapropiación” enriquecedora casi siempre pero que también plantea  conflictos no sólo en el nivel simbólico. De vez endiafiliado cuando las reclamaciones de Grecia, Turquía o Egipto a museos como el Británico o el Louvre ocupan los titulares de la prensa. Clifford cuenta cómo los kwakiult se vieron obligados a vender al gobierno canadiense los objetos rituales usados en un potlatch ilegal (para ser exhibidos en Ontario). A mitad del pasado siglo, el movimiento que exigía la repatriación de esos bienes consiguió que se trasladaran a las dos poblaciones donde se asentaron mayoritariamente los kwakiult.

En Sobrarbe encontramos algunos ejemplos de esta moneda que llamo “museización extrema” y que lleva por una cara la “puesta en valor” y por la otra, el expolio. Ejemplos claros pueden ser los robos materiales en iglesias y en casas deshabitadas para alimentar colecciones de anticuarios y museos con la excusa de proteger el patrimonio abandonado. Si nos referimos al patrimonio inmaterial,  es posible encontrar cierta simetría con la instrumentalización de la historia o de los protagonistas de un  documental. En definitiva, en ese concepto de “museización extrema” lo que denuncio es la perversión moral en algunas actuaciones con la intención declarada pero ilegítima  de proteger, potenciar o difundir el patrimonio.

José María Cuesta  en La despoblación del Sobrarbe. ¿Crisis demográfica o regulación? (2001) y también en su documental “Pueblos Fantasmas”[1] muestra documentos en los que las autoridades del régimen franquista claramente explicaban sus planes de ingeniería social, eléctrica y paisajística para convertir el Altoaragón en una reserva de caza y pesca y en un gran contenedor de agua. De acuerdo con estos planes, durante varias décadas se presionó a los vecinos de las montañas para que abandonaran sus casas para poder inundar la parte baja de los valles y también para plantar árboles en las laderas que evitaran los arrastres de tierras que colmatarían los embalses en un período más corto. Aun cuando el fenómeno de la despoblación tuvo más causas estos datos son básicos para entender cómo algunos pueblos fueron expropiados, se deshabitaron y con el tiempo pasaron a tener un uso comunicativo y museístico lleno de paradojas.

A finales de la década de los sesenta se construyeron dos grandes pantanos en Sobrarbe (El Grado y Mediano) y otro se planeó pero nunca llegó a ejecutarse (Jánovas). En todos los casos las indemnizaciones fueron escasas. Pero el agua no llegó a todos los pueblos expropiados, es decir, no a las casas. Sus habitantes ya no eran propietarios y no tenían tierras que trabajar pero el símbolo de la continuidad familiar sobre la faz de la tierra, la casa-institución heredada de generación en generación a través de estrictas costumbres sucesorias seguía erguida junto al pantano, vacía.

En el año 1986 la Confederación Hidrográfica del Ebro legal propietaria de los núcleos de Morillo de Tou y de Ligüerre de Cinca decidió atender las peticiones de los sindicatos obreros CCOO y UGT para cederles, respectivamente, estos pueblos. Al principio los sindicalistas acudían a trabajar en sus vacaciones para limpiar y reconstruir calles y casas aunque, finalmente el trabajo solidario fue reemplazado por equipos profesionales y por una gestión empresarial.

Se han hecho inversiones millonarias y se han acondicionado espacios para cámping y bungalows de madera. Además, y esta es la parte que nos interesa aquí, se han reconstruido los pueblos y se han convertido en lo que podríamos llamar “hoteles temáticos de los pueblos que sustituyen”. En el de Morillo, la piedra es la protagonista y en el de Ligüerre, el ladrillo rojo. La Diputación Provincial de Huesca les otorgó a ambos el galardón Félix de Azara de Medioambiente en el año 2003 con este argumento: “En la actualidad, son un indudable referente turístico y de desarrollo, que camina hacia un futuro marcado por la preservación de la naturaleza, a través de la difusión de dichos valores entre la población y la recuperación de actividades económicas tradicionales en perfecto equilibrio con el medio ambiente”[2] Grabé los discursos de agradecimiento de los premiados y, como las veces anteriores en las que los entrevisté como periodista con motivo de la inauguración de alguna infraestructura, los responsables volvieron a subrayar el “efecto dinamizador” de sus empresas en la zona, al contratar a muchos jóvenes (alrededor de un centenar entre ambas). Estaban satisfechos por el trabajo realizado y no pretendo criticar esto. Mi análisis se refiere a aspectos simbólicos e identitarios de fondo.

Visité Ligüerre de Cinca un año antes, en 2002, en una excursión organizada por la Asociación Turística de Sobrarbe en el marco de unas jornadas de restauración y construcción tradicional.  El grupo estaba formado por el arquitecto responsable de la restauración, por el empresario y miembro de la Asociación Turística, A. Chéliz, por el autor Carlos Baselga, por el anticuario E. Angulo, por artesanos de la piedra y la madera… y por personas apasionadas por muchos temas como mis amigos Vicki y Pascual (artesana y escritora ella y oficial de banca, escritor y astrólogo radiofónico él).  También venían Paco y Blanca. Ellos no habían vuelto a Ligüerre durante años: los quince que mediaban entre los cambios de planes del sindicato que los había llevado hasta allí de Madrid y esa fecha. “La idea primera de UGT era hacer una granja escuela y por eso vinimos, pero después se optó por la vía del turismo…”, me contaron. Ya no estaban decepcionados, habían buscado otros trabajos y habían podido continuar su vida en otro pueblo junto al pantano. Aquel día se hicieron fotos frente a las casas que habían conocido medio arruinadas y donde habían vivido rodeados de animales. Inspeccionaron las obras del hotel de lujo en que se habían convertido y escucharon las explicaciones del arquitecto con atención y cierto distanciamiento. En diferentes momentos incluso trataron de suavizar las críticas apasionadas que Carlos Baselga expresaba con su habitual rotundidad al arquitecto y al organizador de las jornadas: “No sé cómo se puede poner esto como ejemplo de restauración”, decía Carlos señalando remates de cemento a la vista en los aleros de los tejados.  El arquitecto se iba incomodando cada vez más y se perdía en argumentos vagos como la falta de presupuesto para finalmente invitar a Carlos a abandonar la visita guiada. Pero Carlos, escritor, etnógrafo, cortometrajista y solitario (ha vivido la mitad de su vida en pueblos deshabitados) no es fácil de acallar y aquel día quería que todos supiéramos que aquello era un error, que no era una auténtica restauración con materiales y técnicas tradicionales, sino un simulacro, una mentira sostenida además con dinero público. “¿Preferirías que todo estuviera en el suelo?” le preguntó el arquitecto señalando unas fotografías anteriores a su actuación. Con una fijeza difícil de comprender y la mirada recta Carlos respondió que sí. El arquitecto sonreía triunfante por desenmascarar al Robespierre del cemento. La indignación de Carlos podía interpretarse como iconoclasia, la negación a aceptar la suplantación de la realidad por una imagen estereotipada e infiel.

En aquel momento pensé que Carlos estaba equivocado. Entendía que para él había más belleza, más historia y más autenticidad en la ruina que en la reinterpretación postmoderna, en el juego de re-elaboraciones del arquitecto, que a él se le antojaba frívolo y vacío. Pero esta postura entonces me parecía ingenua y conservadora.

En los años siguientes di cobertura periodística en Ligüerre de Cinca a la inauguración del hotel (con apartamentos en las antiguas casas y sala de conferencias para ejecutivos en la capilla), a la señalización turística de las antiguas bodegas y fuentes, a varias celebraciones del Día del Afiliado, con la presencia del Secretario General y autobuses llegados de toda España. También al uso de esos espacios como expositores de arte (dentro del programa “Renovarte”, impulsado por la técnico de Cultura de la Comarca, mi amiga Patricia Español). Fue en esas ocasiones cuando esa sensación de vacío, de visitar el escenario de un crimen, que tal vez también experimentara Carlos, me asaltó en algunos momentos. Las razones creo que son estas:

Los restos originales, las ruinas eran parte de una experiencia vivida por alguien. Las reconstrucciones y las explicaciones que veía ahora se parecían a un videojuego en 3D y habían sido producidas por expertos que recreaban un pasado que no vivieron y el que tal vez tampoco les interesara más que como tema sobre el que ejecutar variaciones.

Las críticas de Carlos sobre la uniformización de las casas que seguían patrones de color y forma similares, sobre los huecos de las fachadas  y sobre los materiales empleados (de colocación más rápida y barata que los originales y señas de la nueva identidad) eran tan sólo la constatación de “fallos” en la construcción del escenario. ¿Qué ocurriría si hubieran sido corregidos? Si la reconstrucción hubiese sido más fiel al antiguo pueblo nos enfrentaríamos igualmente a un escenario reconstruido, aunque la incorporación de un mayor respeto y conocimiento a la obra original tal vez habría hecho que la narrativa de la recuperación adquiriese mayor convicción. Quizás entonces Ligüerre no nos enfrentaría tan crudamente con la irrealidad de la realidad. Porque esos pequeños “fallos” (completamente conscientes y premeditados) son los que nos comunican que la casa en sí ha dejado de importarnos para centrarnos en una representación superficial y sin compromiso.

El cambio de uso del espacio también crea una imagen inquietante: la de un pueblo en el que los habitantes son distintos cada día.  Es ese ir y venir de gentes hablando idiomas diferentes (con frecuencia catalán, francés y holandés), esa suspensión de lo cotidiano, lo que introduce la sospecha en un conjunto que parece un pueblo pero que ya no lo es, (o que todavía no lo es), donde los lugareños no existen pero podrían estar representados por los trabajadores a sueldo que atienden mesas y recepciones (y que, en buen número, también están sujetos a la temporalidad laboral).

El pantano, justo debajo, con su belleza verdiazul se convierte en el perfecto paisaje falsamente natural. Y todo podría volver a encajar: una nueva realidad ha nacido. Una a medio camino entre la utopía y su realización material: una heterotopia tal y como la describe Foucault (1967)  (“un tipo de utopía puesta en acto en la cual los espacios reales, todos los otros espacios reales que pueden encontrarse en la cultura están simultáneamente representados, contestados e invertidos”).

En otros lugares del Sobrarbe que no fueron expropiados se puede tener también a veces esa sensación de irrealidad. En la villa medieval de Ainsa, por ejemplo, las casas del barrio antiguo se van vaciando de familias y se convierten en hoteles, restaurantes, casas rurales…. Algunos vecinos se quejan de “estar viviendo en un decorado”, de que se les imponen normativas muy estrictas para modificar sus casas, etc. El poder de los símbolos es el poder de construir el mundo y transformarlo. La apropiación que las instituciones y las administraciones hacen del patrimonio cultural parece orientada a la creación de “standards” y modelos estáticos donde predomina la forma sobre el contenido. Y la “museización extrema” empezaría justamente ahí: cuando las formas devoran el contenido y es el poder político el que la impone.

En Ligüerre, y también en Morillo de Tou se ha hecho un esfuerzo por que las casas conserven el nombre de sus antiguos dueños pero sabemos que ellos no están. Han desaparecido. Tal vez si las casas no se hubieran cedido a los sindicatos tampoco se las habrían devuelto a sus antiguos dueños y seguirían derrumbándose.[3] El hecho que nos interesa analizar es que hoy se trata de personalizar, de dotar de significados a unos edificios con los nombres de las familias de las personas a las que se les expropiaron.  Y es como si ese detalle no debiera aparecer a la hora de construir la narración de la “recuperación” y a la hora de vender una historia en cuya reconstrucción los antiguos propietarios claramente no han participado.

Cuando he preguntado por las relaciones mantenidas por los sindicatos con los que se fueron los gerentes y responsables de los centros vacacionales han explicado que, en general, los ex vecinos están muy contentos de que los pueblos se hayan mantenido y que acuden a las fiestas que celebran. Pero también conozco a personas que no son capaces de volver a pisar la casa que fue suya y que ahora se ha convertido en apartamento. Personas que, cuando su coche pasa por el tramo de carretera junto a Morillo, simplemente aceleran.

Morillo de Tou y Ligüerre de Cinca dan respuesta a la búsqueda del hombre actual de espacios donde imaginarse otro, de escenarios que le provean de argumentos e historias. La mercancía se toma sin hacer demasiadas preguntas. Sabemos que la realidad es múltiple y que sólo existe interpretada. Como afirma Mac Cannell la falsedad de los lugares espúreos otorga sensación de realidad a otros ámbitos de nuestra cotidianeidad (MacCannell, 1999: 145-160). En Altamira o en Lascaux las reproducciones de las famosas cuevas pintadas prehistóricas nacen para satisfacer la curiosidad del turista sin dañar los originales. Aquí los originales han desaparecido para dar lugar a algo que recuerda a lo que hubo[4].

Aquellos, para quienes el respeto de formas arquitectónicas y de tradiciones, supone una forma de consciencia, un medio de conocimiento y de crecimiento personal, sienten la obligación de atacar la impostura, el cinismo y la ironía (“staged authenticity” o “autenticidad escenificada” , MacCannell , 1989: 91-108) que otros disfrutan simplemente o con un perverso refinamiento. Este autor señala :

“Al negarse a distinguir entre verdad y no verdad la conciencia moderna se puede expandir libremente, desencadenada de consideraciones formales. Al mismo tiempo está necesariamente minada por una duda atormentadora”. (1989:139).

Para Debord esa duda habría sido incluso eliminada puesto que

“todo aquello que se vivía de forma directa se ha desplazado hacia la representación… la realidad se ha convertido en espectáculo… el espectáculo se convierte en real… y el espectáculo es la imagen de la producción capitalista” (citado por Morley, 1998).

La elección de una arquitectura que deja a la vista elementos no pertenecientes a la tradición no está tan enfrentada a la idea de respeto al patrimonio como los discursos políticos que pretenden hacer de esta restauración un modelo donde no se observa contradicción ni problema moral ni contempla a las víctimas de la expropiación.

Así, en el vecino Morillo de Tou, cedido a Comisiones Obreras, la conversión de la pequeña iglesia románica en un bar musical puede ser interpretado como una provocación artística, una reivindicación política o una venganza. No cabe duda de que integra el edificio en la vida moderna. Pero lo hace con un expolio simbólico, mostrando intolerancia hacia el pensamiento religioso que originó la iglesia y también hacia las personas que la mantuvieron durante siglos con esa finalidad. Los promotores del bar consideraron en su día que sustituir el humo del incienso y las velas por una densa nube de tabaco; los cánticos litúrgicos, por música de discoteca y los arrodillamientos y apretones de manos rituales por otro tipo de expresiones corporales podría resultar una poética forma de reivindicar un orden nuevo.  En un mundo cada vez más secularizado y en una comarca donde hay iglesias abandonadas que se usan de refugio para las vacas, cabe preguntarse si este tipo de iconoclasia puede tener alguna finalidad.

En este nuevo contexto, una aproximación reflexiva al mundo de lo religioso como el realizado en la antigua abadía de Abizanda convertida en “Museo de las Creencias y la Religiosidad Popular” tiene mucho más sentido. La iglesia de Morillo de Tou en la actualidad puede verse como un monumento al anticlericalismo y sería un buen lugar para discutir sobre la institución religiosa.

Pero la pequeña iglesia románica de Morillo es demasiado humilde para planes tan ambiciosos y globales. Este sería el espacio adecuado para recordar  a las personas que fueron expulsadas del pueblo, explicando cómo reconstruyeron su vida fuera de este paisaje y cómo lo mantuvieron en sus recuerdos.

 ¿Qué opinas tú? ¿Conoces Morillo de Tou y Ligüerre de Cinca?


[1]    Universidad de Toulouse, 2002

[2]    Ver la págna web de la DPH

[3]    El caso de Jánovas, que en 2009 inicia el proceso de reversión es el primer precedente en la comarca.

[4]     Grassmuk cita en “The living museum” un trabajo de Anderson en el que se cuenta cómo las autoridades coloniales al hallar las ruinas de templos como Angkor, tomaron medidas para evitar que se convirtieran en centros de peregrinaje. Grassmuk dice que este es un mecanismo de la modernidad “en nombre de una cultura mundial abstracta, y en razón del estado nación colonial, los lugares se hacen turísticos y se cierran a la cultura viva. http://waste.informatik.hu-berlin.de/Grassmuck/Texts/Museum/museum.html